Damaia, una joven tiefling pescadora de Ruathym, salía a hacer las labores que ella solía hacer. Iba al mercado local a comprar telas para su barco. Ella era de las mejores pescadoras de la isla. Tenía un manejo del barco nunca antes visto. Se conocía cada rincón de la isla y siempre sabía dónde ir a pescar para sacar el máximo provecho al día. Sabía hacer todas las labores y era fuerte e independiente.
Él iba a cazar. Morthos era buenísimo con el arco. En Neverwinter era conocido, pues nunca se le escapaba una presa. En parte se debía a su pasado como guardia. Era de los mejores de su promoción. Se conocía todos los secretos del bosque, pues allí pasó gran parte de su adolescencia entrenando.
Damaia vivía sola. Al alba salió a pescar, como solía hacer. Esta vez decidió salir por un sitio algo más arriesgado, pero donde había más peces. Era un precipicio muy escarpado, donde los vientos eran muy fuertes. Casi en un suspiro, un viento se levantó, el mástil giró tirando a Damaia al suelo.
Tenía a su presa en el punto de mira, estaba apuntando con el arco, cuando de repente un sonido sacudió el bosque. El jabalí, al que Morthos ya daba por muerto, se percató de su presencia y echó a correr. Morthos era muy testarudo, así que echó a correr tras él. Pero antes de darse cuenta lo había perdido de vista y había acabado en la playa.
Al levantarse, vio un paisaje desconocido para ella. Una playa de arena blanca como la nieve deslumbraba su vista. Detrás se imponía una gran ciudad como de las que les contaba su madre. Maravillada por aquel paisaje, no se percató que no estaba sola en aquel lugar.
Al llegar, Morthos vio un barco encallado en la orilla, algo inusual, pues los barcos solían salir de un cabo un poco más al sur. Algo se había movido en el barco, pero no pudo discernir de qué se trataba. Inmediatamente se dirigió al barco para ver si había algún problema, mas con cuidado, pues no eran pocos los criminales que hubieran pagado por poder tender una trampa como esa a Morthos.
- ¿Hola? ¿Te encuentras bien? – preguntó Morthos, asomándose un poco, mientras que con su mano derecha buscaba el cuchillo de su espalda.
- ¿Eh? Ah, sí. Gracias por preocuparte. –contestó – Yo solo había salido a pescar cuando me vi envuelta en unos fuertes vientos. No sé cómo habré acabado en el suelo, pero debo volver.
- ¿Eres pescadora? -Replicó Morthos, pasando por alto la otra parte de la historia- No se ven muchas por aquí, suele ser más un trabajo de hombres.
- Lo cierto es que estoy acostumbrada a oírlo. Me llamo Damaia, por cierto. ¿Y podrías decirme dónde estoy?
- Perdona mis modales, –dijo Morthos tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse – yo soy Morthos, y te encuentras en las playas de Neverwinter.
Mas cuando ella se giró, Morthos quedó embelesado. Era una tiefling muy hermosa. Su pelo, blanco como el marfil, le caía hasta las caderas dejando entrever su precioso rostro. Su piel era de un color azul claro que recordaba al color del agua de los lagos al amanecer. Sus ojos, de un color que verde evocaba a las grandes praderas de hierba, brillaban como esmeraldas.
Morthos, en cambio, tenía un encanto más rudo. Por su rostro se veía que había pasado por más que algún escarmiento a lo largo de su vida. Su piel era de un color rojo como el mismísimo fuego. Sus ojos amarillos reflejaban la experiencia y seguridad que había adquirido a lo largo de su vida. Su pelo, negro como el carbón, le tapaba una parte de la cara. Aun así dejaba ver la mayor parte de su cara a Damaia.
- Por la cara que has puesto, deduzco que no eres de por aquí cerca.
Dijo mientras se aclaraba la voz, pues no estaba acostumbrado a ver tieflings por esa zona, ni mucho menos tan bellas como Damaia.
- En efecto. Soy de Ruathym, y debería volver cuanto antes. – Contestó ella.
- S-si quieres, puedo ayudarte. –titubeó con esa voz ronca que tenía- Te llevaré a tomar algo.
- No es necesario – respondió Damaia- me las se apañar sola.
- Y no lo dudo –replicó- pero por tu estado y el de tu barco, adivino que no has tenido un buen día.
Damaia aceptó a regañadientes la propuesta de aquel desconocido. Morthos caminaba nervioso, sin saber muy bien cómo actuar en su presencia, la cola se le movía de un lado a otro. Ella en cambio tenía una expresión más preocupada. Llevaba un mes algo ajustado y no parecía agradarle la idea de perder un día de pesca.
La llevó a comer a un sitio de la zona, tratando de darle una buena comida que parecía que necesitaba. Estuvieron hablando largo y tendido todo el día. Ella le contó su vida como pescadora en la isla y que nunca le gustaba recibir nada de nadie, que prefería ganarse la vida con el sudor de su frente. Él, en cambio, le habló de que cada día cazaba para tener algo que llevarse a la boca, y que de vez en cuando aceptaba un trabajo de guardia para ganarse un sueldo.
- Puedes quedarte a dormir en mi casa, si quieres. –dijo Morthos al caer la noche.
- No es necesario- respondió Damaia, desconfiada- me hospedaré en algún local de la zona.
Morthos, percatado de lo incómoda que estaba, decidió no insistir más. Ella, a pesar de todo, sentía que podía confiar en él, en cierto modo.
- Pero podemos volver a vernos mañana, –añadió ella, sonriendo dulcemente- creo que me quedaré por aquí un tiempo para pescar por esta zona.
Morthos asintió con la cabeza mientras se le escapaba una pequeña sonrisa nerviosa. Había estado enamorado antes, pero nunca había visto una tiefling tan bella como Damaia.
Durante los días siguientes siguieron viéndose, y cada vez sentían que conectaban más. Ella le hablaba a él de su isla, donde se había criado y crecido. Le hablaba de todo lo que tuvo que afrontar para poder ser pescadora y manejar ella sola un barco. Le contaba cosas de su especie y le enseñaba a hablar el abyssal. Morthos, en cambio, le contaba su pasado como guardia y que ahora aceptaba pequeños encargos de protección. Le contó todos los prejuicios que había contra los tieflings por aquella zona y como tuvo que luchar contra ellos para poder ser guardia. Él, en cambio, le enseñaba a ella el infernal y le contaba las historias y leyendas que habían pasado de generación en generación en su raza.
Pero siempre llega la hora de despedirse. En algún momento tendría que regresar a su isla. Era normal que pasara algunos días fuera debido a su trabajo, pero si se demoraba demasiado en volver se preocuparían por ella. Así que un día, cuando caminaban por las calles de Neverwinter, Damaia se lo contó.
- Tengo que volver a mi isla. –Le dijo, con una expresión de tristeza en el rostro- Me lo he pasado muy bien, pero debo volver.
A Morthos se le cambió la expresión de la cara. Se puso bastante serio, pero comprendía que no podría quedarse para siempre, así que se limitó a asentir.
- Pero te devolveré el favor. –continuó -Vente conmigo unos días allí; te enseñaré el lugar y podremos pasar más tiempo juntos.
Por supuesto a Morthos no le agradaba la idea. Él no quería recibir nada a cambio, pero Damaia era una joven muy testaruda, así que no tuvo más remedio que aceptar a regañadientes y acompañarla a su isla. Al final, Morthos se quedó allí más de lo previsto. Con el tiempo se enamoraron el uno del otro y empezaron a salir.
Cierto día, al atardecer, paseando por la playa, a él se le ocurrió pedirle matrimonio a Damaia. Hincó la rodilla en la arena, Damaia siguió caminando, y al darse cuenta de que Morthos ya no estaba a su lado se giró y lo vio. Allí estaba, en una playa de arena blanca, el cielo de un color rojizo, y la persona a la que más amaba de rodillas, con un anillo en la mano. Sin que Morthos pudiera siquiera abrir la boca, Damaia corrió hacia él, abrazándole y cayendo al suelo.
- Sí, quiero. – Le dijo con lágrimas en los ojos mientras le abrazaba.
Y fue ahí cuando comienzó la historia de nuestro pequeño tiefling, Mordai Pendragon.
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