Había pasado cerca de dos años desde que quemó su casa, y tras su reciente ruptura con Meriel, Mordai se estaba volviendo cada vez más solitario. Dejó de frecuentar tanto su posada como antes, y cada vez iba más a la biblioteca a despejarse leyendo. No paraba de pensar en la noche en que empezó todo aquello, cuando quemó su vieja casa y le robó aquel beso a Meriel.
Fue entonces, leyendo un libro antiguo de leyendas de héroes que cambiaban de nombre, cuando el decidió hacer lo propio con el suyo. Él siempre sería Mordai Salzer, aquel tiefling que por la crueldad del mundo acabó solo y desolado, sin más compañía que un dios con aires de grandeza que le prometía cosas que nunca llegaban. Al fin y al cabo, era el dios de las mentiras.
Le prometía riquezas, sitios y aventuras desconocidos, grandes poderes y nobleza. Le dijo que si jugaba bien sus cartas acabaría codeándose con reyes. A Mordai le gustaba la idea de llegar tan alto, de decirles un par de cosas a esos engreídos que controlan todo desde una torre de marfil mientras que los ciudadanos de a pie se las veían para poder conseguir un trozo de pan que llevarse a la boca cada día. Por eso lo más apropiado sería tener un apellido acorde con ese estatus de grandeza.
Parecía buena idea cambiar de nombre después de todo aquello, pues a pesar de que no sabía quienes eran los hombres que buscaban a su padre, no le hacía gracia que a pesar de los años pudieran seguir buscándolo. A decir verdad, él no sabía por qué buscaban a su padre o si llegaron a encontrarlo, pero sabía que en caso negativo seguro que irían a por él, y pensaba que no era sensato ir por ahí con el apellido de su padre, sin saber nunca quién está escuchando.
De modo que Mordai pasó los siguientes días frecuentando la biblioteca, leyendo historias de tierras lejanas acerca de reyes y nobleza. En más de una ocasión, en el tiempo que pasaba yendo a tabernas, pagó a bardos y trotamundos para que le contaran historias de más allá del mar.
Quería saberlo todo acerca de la nobleza para poder elegir un apellido acorde a ese estatus que tan alto se imaginaba que estaba. Al pensar en nobles a Mordai se le venía a la cabeza grandes palacios donde perderse recorriendo habitaciones, un montón de criados, trajes de seda que parecían super incómodos, cubiertos de plata que brillaban más que el futuro de la mayoría de las personas que se encontraba por la calle.
A decir verdad, esa vida no le llamaba demasiado. A Mordai le gustaba más la idea de vivir aventuras y ver mundo. Lo único que parecía gustarle de poder codearse con reyes era tener dinero suficiente para poder hacer lo que quisiera.
Algunos bardos hablaban de reyes inteligentes que emboscaban al enemigo en batallas, con estrategias que parecían haber sido pensadas por el mismísimo Odín. Otros contaban historias de reyes que peleaban junto a su pueblo, demostrando tanto coraje como el mismo dios del trueno y haciendo retroceder a imperios enteros sin más que unas pocas centenas de hombres.
Pero a Mordai le llamó la atención otra historia; la de una persona de a pie normal y corriente como él, que ascendió a rey.
Según la leyenda, él no era más que un hombre normal y corriente, que una vez se encontró un desafío que nunca nadie había superado: una espada clavada en una piedra. Las historias narraban como centenas de hombres se reunían entorno a la espada para intentar sacarla por turnos, o todos a la vez en algunas ocasiones.
Pero no fue hasta la llegada de nuestro protagonista cuando la historia se puso interesante. Él había visitado a un mago que le dijo que él podría sacar la espada sin problemas. La historia contaba que aquella espada tenía un hechizo y solo aquel que fuera digno de empuñarla podría gobernar a todo el pueblo con sabiduría.
Fue entonces cuando el protagonista se interesó por sacar la espada. Él no destacaba por su gran fuerza, fue por eso que todos los presentes se rieron en carcajadas al verlo llegar para intentarlo. Sin embargo, de un tirón sacó la espada de aquella piedra y la empuñó señalando al cielo con ella.
- ¡¿Y cómo se llamaba?! – Interrumpió Mordai aquella historia, ensimismado.
- Arturo. Arturo Pendragon. – Terminó el bardo, poniendo la mano exigiendo una moneda.
Mordai le dio al hombre una moneda de plata y se marchó a su habitación musitando lo que le acababa de contar.
- Con que Pendragón… - pensó para él conforme entraba en su cuarto.
Entonces lo decidió, nunca nadie más sabría qué fue de Mordai Salzer, ese día había nacido una nueva persona, una dispuesta a doblegar a todos los nobles y hacer que le besaran los pies. Fue entonces cuando nació Mordai Pendragon.
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