A excepción de su apellido, poca cosa había cambiado en la vida de Mordai. Seguía frecuentando bares, tabernas y, contrariamente a lo que la gente esperaba de él, la biblioteca. A pesar de llevar frecuentándola mucho tiempo, todavía le quedaban muchos libros que leer acerca de muchas cosas. Pero su pasatiempo al que dedicaba más tiempo era, sin duda, los juegos de bares; cartas, dados, apuestas… cualquier excusa era buena para jugarse el dinero, y en ocasiones, los pocos bienes que tenían los que las frecuentaban.
A decir verdad, a Mordai se le daba bastante bien ese tipo de juegos. En más de una ocasión había conseguido ganar algún que otro cuchillo, alguna joya o incluso instrumentos musicales que luego acababa vendiendo.
Pero cierto día llego un tipo bastante raro a la taberna en la que Mordai estaba jugando. Era un tipo alto, se le veía robusto y se podía apreciar por como vestía que su estilo de vida no era precisamente acomodado. Llevaba una barba algo desaliñada y su pelo, aunque corto, también estaba hecho un caos. Su cuerpo estaba cubierto con una capa desgastada por el tiempo y las condiciones a la que había estado sometida.
A Mordai le provocó interés nada más verlo entrar por la puerta. Por suerte para él, pidió una jarra de cerveza y se sentó en la mesa en la que estaban jugando a las cartas. Parecía llevar poco dinero encima, y sus pertenencias tampoco parecían tener mucho valor, pero igualmente se sentó y comenzó a apostar.
Al cabo de poco tiempo, ya había perdido un par de manos y apenas le quedaba dinero con el que apostar. De modo que se giró hacia su saco de viaje para sacar alguna pertenencia y puso sobre la mesa un bulto envuelto en un trozo de tela bastante desgastada por el paso de los años y porque parecía haber vivido más de un percance desde que fue cosida. Al desenvolverlo dejó al descubierto un juego de dos dagas. Eran de acero negro, estaban bastante afiladas y muy bien cuidadas en comparación con el resto de sus pertenencias.
De pronto, algo dentro de nuestro tiefling le llamó a jugar por aquellas dagas. Una extraña sensación que le venía del rincón más profundo de su ser le decía que esas dagas tenían que ser suyas, como un instinto primal de que las necesitaba para algo. Y por un momento Mordai hubiera jurado que hasta el mismísimo Loki le estaba empujando a jugar por ellas.
Cuando comenzó la partida, aquel extraño señor parecía haber aprendido a jugar de repente, como si fuera un profesional que se ganaba la vida con eso. Fue una partida bastante tensa a los dados, el resto de los contendientes acabaron por caer y finalmente solo quedaban Mordai y aquel hombre que todavía no había desvelado su nombre. Ambos jugaban lo mejor que podían, pasaron varios minutos y la partida parecía que no iba a tener fin. De alguna manera, ambos iban perdiendo y ganando dados haciendo que aquello se hiciera eterno, tanto para los jugadores como para los cuatro viajeros que estaba espectando la partida. Pero Mordai estaba decidido a llevárselas.
Al cabo de un rato, y con mucho cansancio acumulado, la partida terminó a favor de él. Pero no todo iba a salir tan bien. El extraño viajero, que hasta ahora no se había quitado la capucha, se cabreó, empezó a bramar que Mordai había hecho trampas y que era imposible que hubiera ganado aquello limpiamente. Por suerte para Mordai, se le daba muy bien embelesar a la gente, y todos los testigos se pusieron de su parte para defenderlo. Aquello desembocó en una pelea de bar de la que Mordai se escabulló y aprovechó para conseguir robarle un par de piezas de plata al extraño viajero. Antes de que la pelea acabase, se fue a su habitación y empezó a contemplar sus ganancias de esa noche. No tenía claro de qué tipo de acero eran las dagas o quién las habría forjado, pero tenía bastante claro que no pensaba venderlas.
- ¿Con que de eso se trataba, eh? ¿Me has estado empujando tú para que las consiguieras, Loki? - dijo en voz baja.
Pero no recibió respuesta alguna, aunque eso ahora mismo no le importaba. Sabía que después de toda la que había armado en la taberna, no era prudente dejar aquellas dagas desprotegidas, ni mucho menos dormir. Así que guardó todas sus cosas como pudo y salió de la taberna por la ventana de su cuarto.
Tenía que ir a un sitio de confianza, un sitio donde estuviera seguro. Pero no paraba de darle vueltas. “¿ A dónde voy?” Se decía una y otra vez. No podía volver a su casa pues ya no tenía una y la biblioteca estaba cerrada a esas horas. Tras mucho pensar, cayó en la cuenta de que había un sitio donde estaría seguro. O al menos, él se sentiría seguro allí.
- ¡Eso es! ¡La taberna de Meriel! - exclamó.
Allí estaría seguro y nadie le molestaría. De manera que puso rumbo a aquella taberna que tanto había visitado en un pasado. Pero aquella noche Meriel no estaba de guardia, sino su padre, Marco.
- Buenas noches. - dijo Mordai algo serio.
- ¿Qué va a ser? - Le contestó cortante.
- Ponme un whisky y una habitación.
Marco se fue sin mediar palabra y volvió con un vaso y una llave. Entregó ambas cosas a Mordai y se fue a hacer otras cosas. Mordai se bebió el whisky en la barra, algo más calmado, y volvió a llamar al posadero.
- Marco. ¿Tienes un momento?
- Dime, Mordai. - le contestó con la seriedad que tanto desbordaba.
- Quiero pedirte un favor. Si vienen preguntando por mí, yo no he estado aquí, ¿vale? - dijo Mordai poniéndole una moneda de oro sobre la barra. - Quédate con el cambio.
Marco lanzó una mirada asesina a Mordai, pero cogió la moneda y siguió a lo suyo. Mordai sabía que él era un tipo serio, a veces le daba bastante miedo, pero aún así sabía que Marco era bastante bueno y que le cubriría las espaldas. Se giró para irse a su habitación, pero se percató que no estaba solo. Sentado en una mesa estaban unos cuantos enanos, jugando a las cartas, entre los cuales se encontraba Kildrak, que no le había quitado ojo desde que entró por la puerta de la posada. Mordai se cubrió un poco más con la capa, intentando disimular el bulto de las dagas, y se fue para su habitación.
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