jueves, 19 de diciembre de 2019

Capítulo 3: Nómada

Era una noche fría de invierno. Mordai no podía conciliar el sueño. Estaba acostado en una de las habitaciones de una posada cochambrosa de pueblo. Aquello más que una habitación parecía un cuchitril. La cama era dura, las paredes tenían manchas y varios picotazos o golpes. Cierta parte del techo goteaba y aquello olía como si una piara de cerdos se hubiera estado revolcando por el fango, se hubieran quedado encerrados en la habitación por días y después hubiera muerto alguien allí, cosa que no le extrañaría nada a Mordai.

Pero esa no era la razón por la que no podía conciliar el sueño. Había algo que le rondaba la cabeza, que le impedía dormir como de costumbre. Mordai bajó a media noche para ver si había alguien en el bar de la posada. Solo estaban los cuatro borrachos de siempre, y la pobre señorita Meriel, la hija del tabernero, con cara de cansancio, intentando esbozar una sonrisa ante aquel grupo tan desagradable.

Le tocaba aquella noche hacer turno y atender a todo que pudiera entrar en la posada. No era algo habitual que hubiera un turno de noche, pero a su familia le hacía falta las cuatro perras que podían sacar dejando la posada abierta a esas horas. Meriel era una semielfa preciosa, canija, pero con curvas pronunciadas, que las disimulaba con la aparatosa falda de camarera que llevaba. Al ver a Mordai bajar por las escaleras se acercó a él con una muestra sincera de simpatía, para preguntarle qué deseaba.
- ¿Desea algo, Mordai? – le preguntó con delicadeza.

Un whisky solo, por favor. – respondió Mordai sin prestar mucha atención, estando más pendiente de lo que le no le dejaba dormir. No podía saber que era, pero algo le estaba incomodando, como una mosca en verano que no te deja descansar tranquilo.

- ¿No puede dormir?

Hay algo que me ronda la cabeza y me está manteniendo en vilo esta noche. – contestó Mordai, esta vez levantando la cara para mirar a los ojos a Meriel.

- Si necesita algo más no dude en pedirlo. – replicó Meriel con una sonrisa.

Mordai se limitó a asentir, como respuesta a la oferta de Meriel. A decir verdad, a Meriel no le disgustaba Mordai. Frecuentaba mucho la posada y nunca daba problemas, y a pesar de pasar mucho tiempo bebiendo, no era como el resto de borrachos de la taberna. Él siempre sabía mantener la compostura y había sido agradable con ella, aunque pocas veces le había visto la cara, entre el pelo y la capucha que llevaba a menudo.

Al cabo de un rato, Mordai ya había bebido suficiente como para tumbar a cualquiera que no estuviera acostumbrado, fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Mordai se levantó de la mesa y se fue, dejando en el vaso el equivalente en monedas de oro a lo que había bebido. Salió por la puerta bastante decidido y se marchó en mitad de la noche, apenas pudiendo tenerse en pie. Llegó a su destino; su vieja casa, inhabitada tras su brusca salida. Entonces, tras revisar que nadie la había habitado después de haber sido abandonada por él años atrás, decidió sacar una caja de cerillas que llevaba y prenderle fuego. Tras observar media hora como la casa poco a poco empezaba a arder, decidió volverse a la taberna.

Mientras en la taberna, Meriel se preguntaba qué estaría haciendo Mordai y por qué se fue de manera tan repentina. Fue entonces cuando entró por la puerta, tambaleándose y tropezando con todo. Ella decidió cerrar la taberna momentáneamente y ayudarlo a subir a su cuarto.

Mordai se rehusó de ser ayudado, pero cuando se cayó de bruces al suelo no le quedó más remedio que aceptar la ayuda. Meriel se echó su brazo entorno a su espalda y lo ayudó a subir las escaleras que separaban la parte del comedor de las habitaciones. Le abrió la puerta y le dejó que entrase solo, pues así se lo había pedido él. Mas cuando se giró para irse, Mordai la llamó por su nombre.

- Meriel. – Dijo él, para llamar su atención.

Pero al girarse Meriel, lo que se encontró fue con un Mordai que se lanzó para besarla. Sobresaltada, las mejillas de Meriel bajo aquella tenue luz parecían casi del mismo color que la piel de Mordai. Al acabar, Mordai dijo "Muchas gracias, por todo." y se encerró en su cuarto, esperando poder conciliar el sueño. Meriel por su parte aún no se creía lo ocurrido. Se quedó frente su puerta durante unos segundos, y decidió bajar a despertar a su padre para irse ella a dormir, pues ya se estaba acabando su turno.

Al despertar, Mordai bajó a la parte de la taberna a almorzar, pues se había pasado la hora del desayuno con creces. Estuvo esperando allí jugando a las cartas y a los dados hasta que Meriel apareció. En ese momento Mordai se excusó y se levantó a hablar con ella.

Esta vez Mordai quería que viese su cara, de modo que se quitó la capucha y se apartó el pelo de la cara. Cogió a Meriel por el brazo y, con su permiso, se la llevó a un rincón donde pudieran hablar. Él le contó lo sucedido anoche, y le pidió disculpas por su comportamiento. Ella, en cambio, le devolvió una sonrisa cálida de las que reconfortan incluso al más triste y le dijo que no pasaba nada, mientras le daba un beso en la mejilla y se volvía para ir a hacer su trabajo.

En ese momento fue el tiefling el que se quedó perplejo, pero volvió a jugar a las cartas, intentando fingir que nada había sucedido, pero eso no sería tan fácil para él. Perdió un par de manos a las cartas por estar distraído pensando en todo; en que a partir de ahora no tenía sitio donde volver, que sería un nómada por bastante tiempo, en el beso a Meriel y en su respuesta este medio día. Todo eso le tenía pensando en cosas que no debía en ese momento, por eso decidió dejar de jugar a las cartas, ir a la barra y comenzar a beber. Fue Meriel quien le atendió.

- ¿No es un poco pronto para empezar a beber? - dijo guiñándole el ojo y poniéndole el whisky igualmente.

- Puede, ¿pero desde cuándo me ha importado eso a mí? - respondió él, devolviéndole el guiño. - Oye, respecto a lo de anoche...

-  No hay nada más que decir. – contestó ella con la amabilidad que tanto le caracterizaba.

decir verdad, Mordai se sentía cómodo con aquella situación, pero no sabía bien cómo actuar en situaciones como esas. Le parecía que, por primera vez desde que dejó su casa, no estaba del todo solo. Era la primera persona en la que Mordai se había interesado desde aquello y sentía que todo aquello le sobrepasaba.

Como es normal, con el tiempo empezaron a coger más confianza el uno en el otro, y Mordai cada vez frecuentaba más aquella taberna en lugar de las otras. Parecía que estuvieran enamorándose el uno del otro, así que con el tiempo Mordai se atrevió y dio el paso. Fueron apenas unos segundos los que Meriel tardó en responder, pero a Mordai se le hicieron eternos.

- Meriel, he estado pensando un tiempo y me preguntaba si te gustaría salir conmigo... - dijo, agachando un poco la cabeza temiendo la respuesta.

No sé qué decir. – dijo ella, con esa simpatía que desbordaba – Está bien, saldré contigo.

Enhorabuena, – Sonó una voz burlona en la cabeza de Mordai – me gusta esta chica. – sonó con picardía.

- G-gracias. - tartamudeó. 

¿Gracias? – Contestó ella algo desconcertada.

¿Eh? Ah, sí, es que nunca he estado con nadie. – dijo Mordai, intentando recobrar la compostura.

Fue un noviazgo lleno de altos y bajos, momentos en los que había que ocultar su relación para que el padre de Meriel no les pillase, pues no le gustaba que su hija estuviera por ahí con uno de los borrachos que eran sus clientes.

Con el tiempo, la situación entre ambos se empezó a enrarecer cada vez más. A él no le gustaba tener que estar ocultando lo suyo a ojos de todo el mundo y ella odiaba que Mordai siguiera jugando a juegos de azar apostando dinero. Al cabo de un año y medio de relación, decidieron dejarlo por mutuo acuerdo.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Capítulo 2: Pacto

A pesar de llevar años sin ver a su padre, Mordai seguía yendo a la biblioteca a leer acerca de los dioses de los que le habló. Le gustaban tanto esas leyendas que su padre de pequeño le hizo una bolsa de runas artesanales como las de las historias. Eso fue el único afecto personal que pudo llevarse Mordai antes de ser empujado a las calles.

Cierto día, estando en la biblioteca, vio un libro que nunca había visto. Hablaba de los dioses que a él tanto le gustaban, pero hablaba de uno en especial, Loki. De Loki se decía que era el Dios de las mentiras y el engaño. Según decían, podía transformarse en cualquier animal o persona, engañando a cualquiera que se topase con él. Mordai estaba tan entusiasmado leyendo aquel libro, que sin darse cuenta estaba hablando en voz alta, hasta llegar a una anotación un tanto extraña que había en el pie de una página. Era una escritura muy rara, casi ilegible, pero aun así Mordai lo intentó. 

Al acabar de leerlo y levantar la vista se dio cuenta de que ya no estaba en la biblioteca. Estaba en una pradera de hierba verde como los ojos de su madre de los que tanto hablaba Morthos. Era un verde como nunca había visto. El cielo estaba nublado, pero no con nubarrones grises que evocan tristeza, sino nubes blancas como el algodón que te evocaba a aquellos días de verano en tu infancia. Al girarse, lo vio. Un señor alto, delgado, de pelo negro como el carbón. Era como en las imágenes de los libros que había leído, y ahora estaba frente a él; Loki, el señor de las mentiras. Empezó a hablar antes de que a Mordai le diese tiempo siquiera a pestañear. Estaba ensimismado, ni siquiera podía creerse que estuviera ahí y ni siquiera entendía lo que le estaba diciendo. Loki le tendió la mano a Mordai, para ayudarle a levantarse pensó él, y cuando se la dio y se levantó, al terminar de alzarse, estaba de nuevo en la biblioteca, de pie enfrente de la mesa con aquel extraño libro abierto frente a él. Mordai lo cerró, miró a los lados buscando personas, y al ver que no había nadie más que él, decidió guardárselo.

Salió de la biblioteca pensando si todo eso había sido cierto o si se habría quedado dormido leyendo aquel libro. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como si algo tratara de decirle que no había sido un sueño. Se giró, mas no vio a nadie por la calle que destacase entre las personas. Siguió caminando extrañado, aún sin creerse todo lo que había pasado. Decidió pararse a descansar en el primer sitio que vio que podía sentarse y estuvo allí gran parte de la tarde. 

La gente de sus alrededores, al pasar, miraban raro en su dirección, como si algo no fuera bien con él.

- ¡Bicho raro! – gritó alguno de los transeúntes.

- ¡¿Acaso nunca has visto un tiefling, imbécil?! – contestó Mordai sin morderse la lengua.

La tarde pasó sin más incidente, pero a cada segundo que pasaba Mordai estaba más y más extrañado, incluso notaba presencias o se notaba raro. No fue hasta después de cenar, cuando se quedó en una posada y se miró en el espejo cuando lo vio. Su ojo derecho ya no era de un color amarillo liso, sino que se había transformado en un ojo verde como el de un humano normal. Fue entonces cuando lo comprendió, aquello no había sido un sueño.

Mordai ya había leído cosas así antes, gente que recibe dones de deidades antiguas, pero que también recibían un cambio en su cuerpo. Entonces Mordai sacó el libro que había robado de la biblioteca decidido a volver a leer aquella extraña inscripción, mas no encontró nada fuera de lo común en aquel libro, solo leyendas que contaban sobre Loki. 

Pasaron días hasta que Loki decidió aparecerse de nuevo frente a Mordai, quien ahora llevaba una capa para evitar las miradas. Apenas fueron unos minutos, pero Loki le contó acerca de los poderes que había decidido otorgarle a Mordai, pero le dijo que los siguiente los tendría que descubrir por su cuenta, pero le prometió que si se volvía más poderoso le bendeciría con un familiar, una criatura pequeña que le haría compañía y a la que podría controlar.

Desde ese entonces, Mordai apenas usaba la magia. Ponía a prueba un hechizo de control mental que le había concedido Loki, pero ese solo lo usaba para robar y timar. A falta de una influencia paterna, Loki lo llevó por el mal camino. Mordai empezó a robar a todos sin distinción de raza o poder económico. A decir verdad, Mordai se acomodó bastante a esa vida y no tenía afán de alcanzar algo mejor.

La vida no le trataba mal, él vivía de taberna en taberna, siempre permaneciendo en Neverwinter, pues en su interior aún le reconfortaba la idea de volver a encontrarse con su padre un día y contarle todo lo que le había sucedido. Con el tiempo, conoció a mucha gente, sobre todo taberneros y habituales de la taberna, pues no hacía más que frecuentarlas, junto con la biblioteca. Se ganaba el pan apostando en juegos de bares, muchas veces llegando a hacer trampa, pero casi nunca le pillaban. Era un chico tranquilo, nunca daba problemas a los taberneros, pero alguna que otra vez se metió en alguna pelea de bar. Nada fuera de lo normal.


martes, 3 de diciembre de 2019

Capítulo 1: Infancia

Fue un parto complicado. Tras 10 horas de mucho esfuerzo, el cuerpo de Damaia no pudo soportarlo y murió, no sin antes sostener a su hijo en brazos. Habían decidido llamarlo Mordai, y vino al mundo trayendo muerte. 

Mal augurio para cualquier bebé, pero Morthos, aún roto por la pérdida de Damaia, lo cuidaría con todo el amor que un padre puede tener hacia un hijo. Lo quería más que a todo en esta vida. Nuestro pequeño tiefling, aunque huérfano, tuvo una infancia envidiable con su padre.

A Morthos le encantaba ver a su hijo tan feliz. Él veía a Damaia a través de Mordai. Su pelo, su mirada, incluso había heredado algunas de las manías de su madre, como tocarse la oreja cuando estaba mentía o enrollar la cola en la pierna cuando se ponía nervioso, y ver que Damaia, en cierto modo, vivía a través de su hijo a Morthos le llenaba el corazón.

Morthos se encargaba de todo. Cuando Mordai creció un poco, empezó a llevarlo al bosque con él y le enseñaba a cazar, rezando para que nunca tuviera que hacerlo. Le enseñaba todo lo que sabía acerca del mundo y de Damaia, su mundo. Todo lo que Morthos aprendió de ella se lo enseño a Mordai; su historia, la de su raza, su idioma, sus orígenes. A Mordai le gustaba escuchar las historias de su padre e ir a la biblioteca con él. Las historias que más le gustaban eran la de los libros que contaban leyendas acerca de unas tierras lejanas, más al norte de la Costa de la Espada. Leyendas acerca de poderosos dioses que blandían martillos capaces de invocar tormentas o transformarse con la facilidad que un pájaro vuela cada día.

De todas las historias, sus favoritas eran esa sin duda, y las escuchaba una y otra vez. Dioses bravos y guerreros que protegían el mundo de peligros nunca antes imaginados, terribles gigantes que desolaban la Tierra a su paso, o seres capaces de tramar ardides capaces de engañar incluso al más cauto de todos. Y su padre disfrutaba casi tanto como él al ver la cara de felicidad de su hijo ante esas historias tan increíbles de creer.

Sin embargo, no todo era alegría en la vida de estos tieflings. De vez en cuando Morthos salía a trabajar varios días, dejando a Mordai a cargo de su tío Damakos, quien a vista de Morthos no era muy buena influencia, pero era su hermano y le quería igualmente.

Damakos le enseñaba a Mordai cosas como los juegos de manos, cómo jugar a las cartas y otras cosas típicas de bares de no muy alta reputación. Mordai, que era un chico curioso cuanto menos, prestaba bastante atención a todo lo que su tío le enseñaba. Aprendía rápido, y eso a veces no era tan bueno, como bien sabía Morthos.

No eran pocas las veces que Morthos discutía con su hermano acerca de la influencia que este ejercía sobre el chico, y en más de una ocasión le prometía no volver a enseñarle tales cosas, pero la mentira era otro de los talentos de Damakos.

A pesar de eso, él sabía que su hermano tenía mejor corazón de lo que aparentaba, y que quería a Mordai casi tanto como si fuera su propio hijo, pues él nunca había tenido uno. Damakos, como es normal, no quería que le pasase nada a Mordai, y por seguro que no dejaría que le ocurriese cualquier cosa, aunque eso le costase alguna paliza, o incluso la vida.

Y por desgracia, un día así fue. Morthos estaba de misión, como era costumbre, y un día mientras dormían entraron unos señores altos con muy malas pintas a la casa de los Salzer. A Mordai le dio tiempo a esconderse en un armario, pero por desgracia pillaron Damakos.

- ¡¿Dónde está?!, ¿Dónde está el chico? - Vociferó uno de ellos.

- No tengo ni idea de que habláis. - Replicó Damakos.

- ¡Buscadle! - Les gritó a los dos hombres que iban con él.

Y dos tipos, de apariencia casi demoníaca empezaron a registrar la casa den busca de Mordai, quien por suerte estaba escuchando todo esto. Consiguió escapar por la ventana, sin mirar atrás, y corrió unas cuantas manzanas hasta que perdió el aliento.

Ese fue el último momento en el que Mordai supo de su familia. Desde entonces, Mordai, quien tenía miedo de volver a casa, empezó a vivir en la calle, solo y sin ayuda. Le gustaba cazar para sobrevivir como le enseñó su padre e ir a la biblioteca a leer algunos días. Pero las calles no son generosas, es una vida muy mala y más temprano que tarde tuvo que empezar a robar y timar para poder comer algo más que algún pájaro o conejo que cazase por la zona. Las calles de Neverwinter son frías, y las posadas no se pagan solas.

Cierto es que no se tiene muy buena imagen de los tieflings, pero cuando tu vida da un giro como la de Mordai, no te queda otra que seguir esos estereotipos que tanto has odiado. Sin embargo, él solo robaba a personas adineradas, que se iban jactando por ahí de su lujosa vida. Nunca le gustó robar a los de su condición, pues sabía lo mal que se pasa cuando no tienes ni un pedazo de pan que llevarte a la boca.
A pesar de todo, Mordai vivía según los principios que le había enseñado su padre, aunque por el puro azar del destino, o como consecuencia inevitable de la vida de su padre, hubiese tenido que poner en práctica lo que le había enseñado su tío.

martes, 12 de noviembre de 2019

Prólogo

Damaia, una joven tiefling pescadora de Ruathym, salía a hacer las labores que ella solía hacer. Iba al mercado local a comprar telas para su barco. Ella era de las mejores pescadoras de la isla. Tenía un manejo del barco nunca antes visto. Se conocía cada rincón de la isla y siempre sabía dónde ir a pescar para sacar el máximo provecho al día. Sabía hacer todas las labores y era fuerte e independiente.

Él iba a cazar. Morthos era buenísimo con el arco. En Neverwinter era conocido, pues nunca se le escapaba una presa. En parte se debía a su pasado como guardia. Era de los mejores de su promoción. Se conocía todos los secretos del bosque, pues allí pasó gran parte de su adolescencia entrenando.

Damaia vivía sola. Al alba salió a pescar, como solía hacer. Esta vez decidió salir por un sitio algo más arriesgado, pero donde había más peces. Era un precipicio muy escarpado, donde los vientos eran muy fuertes. Casi en un suspiro, un viento se levantó, el mástil giró tirando a Damaia al suelo.

Tenía a su presa en el punto de mira, estaba apuntando con el arco, cuando de repente un sonido sacudió el bosque. El jabalí, al que Morthos ya daba por muerto, se percató de su presencia y echó a correr. Morthos era muy testarudo, así que echó a correr tras él. Pero antes de darse cuenta lo había perdido de vista y había acabado en la playa.

Al levantarse, vio un paisaje desconocido para ella. Una playa de arena blanca como la nieve deslumbraba su vista. Detrás se imponía una gran ciudad como de las que les contaba su madre. Maravillada por aquel paisaje, no se percató que no estaba sola en aquel lugar.

Al llegar, Morthos vio un barco encallado en la orilla, algo inusual, pues los barcos solían salir de un cabo un poco más al sur.  Algo se había movido en el barco, pero no pudo discernir de qué se trataba. Inmediatamente se dirigió al barco para ver si había algún problema, mas con cuidado, pues no eran pocos los criminales que hubieran pagado por poder tender una trampa como esa a Morthos.

- ¿Hola? ¿Te encuentras bien? – preguntó Morthos, asomándose un poco, mientras que con su mano derecha buscaba el cuchillo de su espalda.

- ¿Eh? Ah, sí. Gracias por preocuparte. –contestó – Yo solo había salido a pescar cuando me vi envuelta en unos fuertes vientos.  No sé cómo habré acabado en el suelo, pero debo volver.

- ¿Eres pescadora? -Replicó Morthos, pasando por alto la otra parte de la historia- No se ven muchas por aquí, suele ser más un trabajo de hombres.

- Lo cierto es que estoy acostumbrada a oírlo. Me llamo Damaia, por cierto. ¿Y podrías decirme dónde estoy?

- Perdona mis modales, –dijo Morthos tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse – yo soy Morthos, y te encuentras en las playas de Neverwinter.

Mas cuando ella se giró, Morthos quedó embelesado. Era una tiefling muy hermosa. Su pelo, blanco como el marfil, le caía hasta las caderas dejando entrever su precioso rostro. Su piel era de un color azul claro que recordaba al color del agua de los lagos al amanecer. Sus ojos, de un color que verde evocaba a las grandes praderas de hierba, brillaban como esmeraldas.

Morthos, en cambio, tenía un encanto más rudo. Por su rostro se veía que había pasado por más que algún escarmiento a lo largo de su vida. Su piel era de un color rojo como el mismísimo fuego. Sus ojos amarillos reflejaban la experiencia y seguridad que había adquirido a lo largo de su vida. Su pelo, negro como el carbón, le tapaba una parte de la cara. Aun así dejaba ver la mayor parte de su cara a Damaia.
- Por la cara que has puesto, deduzco que no eres de por aquí cerca.

Dijo mientras se aclaraba la voz, pues no estaba acostumbrado a ver tieflings por esa zona, ni mucho menos tan bellas como Damaia.

- En efecto. Soy de Ruathym, y debería volver cuanto antes. – Contestó ella.

- S-si quieres, puedo ayudarte. –titubeó con esa voz ronca que tenía- Te llevaré a tomar algo.

- No es necesario – respondió Damaia- me las se apañar sola.

- Y no lo dudo –replicó- pero por tu estado y el de tu barco, adivino que no has tenido un buen día.
Damaia aceptó a regañadientes la propuesta de aquel desconocido. Morthos caminaba nervioso, sin saber muy bien cómo actuar en su presencia, la cola se le movía de un lado a otro. Ella en cambio tenía una expresión más preocupada. Llevaba un mes algo ajustado y no parecía agradarle la idea de perder un día de pesca.

La llevó a comer a un sitio de la zona, tratando de darle una buena comida que parecía que necesitaba. Estuvieron hablando largo y tendido todo el día. Ella le contó su vida como pescadora en la isla y que nunca le gustaba recibir nada de nadie, que prefería ganarse la vida con el sudor de su frente. Él, en cambio, le habló de que cada día cazaba para tener algo que llevarse a la boca, y que de vez en cuando aceptaba un trabajo de guardia para ganarse un sueldo.

- Puedes quedarte a dormir en mi casa, si quieres. –dijo Morthos al caer la noche.

- No es necesario- respondió Damaia, desconfiada- me hospedaré en algún local de la zona.

Morthos, percatado de lo incómoda que estaba, decidió no insistir más. Ella, a pesar de todo, sentía que podía confiar en él, en cierto modo.

- Pero podemos volver a vernos mañana, –añadió ella, sonriendo dulcemente- creo que me quedaré por aquí un tiempo para pescar por esta zona.

Morthos asintió con la cabeza mientras se le escapaba una pequeña sonrisa nerviosa. Había estado enamorado antes, pero nunca había visto una tiefling tan bella como Damaia.

Durante los días siguientes siguieron viéndose, y cada vez sentían que conectaban más. Ella le hablaba a él de su isla, donde se había criado y crecido. Le hablaba de todo lo que tuvo que afrontar para poder ser pescadora y manejar ella sola un barco. Le contaba cosas de su especie y le enseñaba a hablar el abyssal. Morthos, en cambio, le contaba su pasado como guardia y que ahora aceptaba pequeños encargos de protección. Le contó todos los prejuicios que había contra los tieflings por aquella zona y como tuvo que luchar contra ellos para poder ser guardia. Él, en cambio, le enseñaba a ella el infernal y le contaba las historias y leyendas que habían pasado de generación en generación en su raza.

Pero siempre llega la hora de despedirse. En algún momento tendría que regresar a su isla. Era normal que pasara algunos días fuera debido a su trabajo, pero si se demoraba demasiado en volver se preocuparían por ella. Así que un día, cuando caminaban por las calles de Neverwinter, Damaia se lo contó.

- Tengo que volver a mi isla. –Le dijo, con una expresión de tristeza en el rostro- Me lo he pasado muy bien, pero debo volver.

A Morthos se le cambió la expresión de la cara. Se puso bastante serio, pero comprendía que no podría quedarse para siempre, así que se limitó a asentir.

- Pero te devolveré el favor. –continuó -Vente conmigo unos días allí; te enseñaré el lugar y podremos pasar más tiempo juntos.

Por supuesto a Morthos no le agradaba la idea. Él no quería recibir nada a cambio, pero Damaia era una joven muy testaruda, así que no tuvo más remedio que aceptar a regañadientes y acompañarla a su isla. Al final, Morthos se quedó allí más de lo previsto. Con el tiempo se enamoraron el uno del otro y empezaron a salir.

Cierto día, al atardecer, paseando por la playa, a él se le ocurrió pedirle matrimonio a Damaia. Hincó la rodilla en la arena, Damaia siguió caminando, y al darse cuenta de que Morthos ya no estaba a su lado se giró y lo vio. Allí estaba, en una playa de arena blanca, el cielo de un color rojizo, y la persona a la que más amaba de rodillas, con un anillo en la mano. Sin que Morthos pudiera siquiera abrir la boca, Damaia corrió hacia él, abrazándole y cayendo al suelo.

- Sí, quiero. – Le dijo con lágrimas en los ojos mientras le abrazaba.

Y fue ahí cuando comienzó la historia de nuestro pequeño tiefling, Mordai Pendragon.